Los genios no deben morir, eso
decía Dalí, y lo cierto es que viendo su obra queda claro que su fallecimiento
supuso una gran pérdida para el mundo del arte. Dalí era taurino, algo que no es de extrañar
en alguien que amaba el arte y lo saboreaba en plenitud.
Quizá si hubiera vivido más años
habría tenido tiempo de repetir y culminar aquella corrida de toros cuyo final
echó por tierra el viento de la Tramuntana.
Un helicóptero debía sacar volando hacia Montserrat los toros
muertos al final de la corrida, pero aquella tarde en Figueras soplaba un
tremendo vendaval que impidió que los helicópteros pudieran volar.
Las entradas de aquella corrida
costaban 300 pesetas, un dineral para la época (1964), ¡pero la plaza se llenó!
¿Sería Dalí? ¿Serían los toros? ¿Sería el helicóptero? Sea como fuere, Dalí
demostró que las excentricidades atraen, y aquella tarde la expectación por ver
lo que ocurriría en la plaza consiguió que ni el precio de los billetes dejara
a los aficionados en casa. Esto cuanto menos, da que pensar...
¿Y si copiamos modelo? Una tarde
cualquiera vamos a la plaza sabiendo que veremos una buena o mala corrida, que
veremos toros con trapío o sin él, que los matadores tendrán una tarde de
lucimiento o no, que les pediremos una oreja o acabaremos pitando alguna faena…
pero la sorpresa no está incluida en el bombo de los premios, la sorpresa no ha
comprado billete, nadie la ha invitado a la fiesta…
Diez años más tarde de aquella
corrida, en el año 1974, Dalí pintó “Torero alucinógeno”. Una obra que tras la Venus de Milo y un enjambre
de abejas… ¡sorpesa! oculta la figura de un torero. ¿Lo veis? Que si hombre, mirad bien, justo ahí, detrás de las Diosas que no dejan ver el albero...
Sorpresas te da la
vida…
Y si no te da
sorpresas, cambia de vida.
Pues eso.
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